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A Gonzalo y Silvia, mis vecinos favoritos

  • Foto del escritor: E.T.
    E.T.
  • 22 ene
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 11 may


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Siguiendo con este recorrido vital en forma de agradecimientos, no puedo dejar fuera al gran, enorme, Gonzalo y a la entrañable Silvia.

 

Sería 2015… nosotros estábamos empezando a remontar nuestra vida después del fracaso calamitoso de Chile al que dediqué casi dos años y el poco dinero que tenía. Al volver solo me quedaba un mal recuerdo, una hipoteca por pagar aquí en España.

 

Alquilamos una casa pintona por fuera pero mal ideada y peor construida. Mal aislada, mal mantenida, mal todo. Aquella arquitectura moderna y aquellos enormes ventanales, hacían del salón un terrarium para humanos. Un secadero de personas vivas, un horno de mal humor y tensión. Tener 36 grados dentro de casa era habitual. Una verdadera prueba de fuego para una familia. No conseguíamos hacer corriente y dormíamos en el sótano improvisando un sofá cama cada noche….

 

En plena mudanza vimos como la casa de al lado también se ocupaba y conocimos a Silvia y Gonzalo. Tardamos poco en fundirmos, literalmente, en una relación solidaria. Mismo casero, misma casa, mismos problemas, misma decepción, mismo cabreo. Un cabreo compartido puede unir mucho. Tener un enemigo común es una gran excusa para aliarse y conocerse.

 

Silvia me daba, y me sigue dando, una paz especial. Es tranquila, optimista y trabajadora. Siempre tiene un buen titular que dar. O ha hecho una promesa para dejar de fumar, o va a hacer el camino de Santiago con sus perras o la empresa de Jamaica para la que trabaja está a punto de hacerle socia. Y siempre es verdad. Pero la vida nunca le da la razón. Pocas personas conozco con tanto pundonor y mérito. Ni con tanta pasión por los cachopos.

 

Gonzalo es un español de pro. Ama la cerveza por encima de cualquier otra cosa. Sueña con vivir en Robledo de Chavela y su empresa metalera industrial sobrevive a duras penas. La familia de Gonzalo es el ejemplo de esa raza de empresarios que montaron con las manos llenas de hollín un pequeño emporio al que la globalización y la gran industria han ido apretando sus propios tornillos. Aquella generación que construía casas familiares enormes con depósito de gasoil, suelos de terrazo y barbacoa de obra en pueblos como Robledo.  Una generación que hacía fiestas con mucho tocino, sangría y puros. Una maravillosa época por la que él aun suspira y reivindica.

 

Apenas llevábamos un par de semanas instalados cunado nos invitaron, como no, a una cerveza en su casa. Mi mujer y yo nos sentíamos especialmente receptivos esos días. Todo era motivador, empezábamos una nueva vida y queríamos que pasaran cosas nuevas.

 

Aquella tarde noche en su porche nos desahogamos de nuestras miserias, nos reímos y dejamos varios cadáveres tirados por el vecindario. Comentábamos, como viejas del visillo modernas cada detalle del nuevo vecindario Con el tiempo descubrimos el efecto altavoz que producía aquel porche de su casa. La resonancia y el silencio de la calle era como una conversación con subtítulos para cualquiera que agudizara un poco el oído.

 

Estábamos tan cómodos que en un momento de exaltación de la nueva amistad nos invitaron a pasar el fin de semana en su casa familiar de Robledo donde nos prometían estar fresquitos y piscina.

 

Dicho y hecho. Cuando uno lanza un órdago tiene que acarrear con ello. Quizás en frio mi mujer y yo habríamos sido más cautos o reservados, pero estábamos tan extrañamente a gusto con ellos que el viernes nos mandaron la ubicación y aterrizamos en su piscina.

 

Nos ganamos el sobrenombre de vecinos gorrones. Fuimos a comer y alejarnos de los 34 grados de la casa, pero nos quedamos a dormir. Peor aun, a media tarde nos informaron que tenían una boda esa tarde noche. En cualquier otro ámbito de la vida eso habría sido una señal de salida con neones para nosotros. Habría sido de bien nacidos recogernos e irnos. Pero lejos de eso, mi mujer y yo apenas levantamos la mirada y seguimos tumbados okupando las tumbonas bajo el enorme tilo junto a la piscina. “No os preocupéis, nosotros nos quedamos vigilando la casa”.

 

Esa extraña e inapropiada comodidad que sentimos con ellos es una cuestión pura de química. Pasan los años y aunque hemos podido ir compensando nuestra caradura con invitaciones, viajes o regalos de cumpleaños, incluso dándoles las claves de HBO, el saldo sigue siendo claramente deudor. No solo en el intercambio de favores, sino en la sensación de contar con unos amigos tan especiales a los que seguimos apegados y que nos siguen regalando momentos y cariño.

 

Maravillosas personas. Ella aborda cada oportunidad como si fuera la última, ayuda a sus amigos, se ríe de sí misma y se come la ansiedad. El grita y grita y sigue siendo entrañable. Es un ogro enorme que no da miedo. Despotrica sin plomo, cruza los dedos y espera con una mahou en la mano a que todo se arregle.


Y cuanto peor les va más generosos son. Mas cariñosos son. Antiguamente un vecino te ofrecía sal o azúcar, pero ellos nos ofrecieron su clave de netflix y su piscina en la casa de la familia en la sierra.


Por eso me siento en la obligación de daros las gracias. Gracias queridos exvecinos. Sois un descubrimiento es esta fase de la vida que ya sabemos que durará para siempre. Para nosotros, que somos gente seria y mas formal de lo que nos gustaría, compartir risas y vuestra naturalidad y vuestra vida para nosotros es un regalo. Viva esa España divertida y normal que disfruta incluso en los peores momentos.

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