Al camarero del Drugstore
- E.T.
- 25 dic 2024
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 25 feb
Algunas personas tiene una alegría contagiosa. Y se detecta porque no es provocada ni impostada. Es una gracia natural de las personas de la que ni siquiera son consciente. Y hay mucha gente así, por suerte.
Recuerdo un sabado cualquiera por la mañana. Era un típico dia gris del invierno chileno. Un día de esos en los que es fácil caer en la depresión y la melancolía. Vivía solo en un país y una ciudad que no me querían y no tenía nada que hacer ni nadie a quien llamar.

Simplemente paseaba por mi odiado barrio de Providencia. Ruidoso, sucio e impersonal supuestamente popular e interesante. Iba buscando algo de tranquilidad y anonimato y me senté en una esquina de un café en el Drugstore, uno de los pocos sitios a los que no tenía manía. Con algunas tiendas de autor y cierto sabor creativo.
Pedí un café para desperezarme, y un buen brownie, a falta de antidepresivos.
El camarero era un chico joven del que ni recuerdo su aspecto. Me dio los buenos días y simplemente me atendió con una sonrisa. Compartió su alegría matutina y a los pocos minutos me lo sirvió en la mesa. Eso fue todo. No hubo una gran historia. Pero a veces con un simple hola o un poco de amabilidad se detecta a quien quiere agradar y a quien está de buen humor. Ojalá muchos camareros supieran eso.
En aquel momento, por el azúcar del brownie o lo que fuera, remonté ni ánimo y me apeteció corresponderle de alguna manera. Tal era mi déficit de cariño. Quizás podía decirle que su actitud ante la vida me ponía de buen humor, pero no me pareció que lo fuera a entender. Me haría parecer un desconocido desequilibrado. Uno no le dice a un camarero, “hola me has puesto de buen humor”.
Cuando me trajo la cuenta, la dejó en la mesa y me dijo “mil gracias" y se me ocurrió que se lo agradecería con 5.000 pesos de propina, mucho más de lo que sería adecuado. Para no generar extrañeza, lo hice de forma prudente y sin que tuviera opción de descubrirlo mientras yo siguiera allí. Aproveché uno de sus viajes a la barra para desaparecer y dejar la propina. Sin esperar la mínima reacción. Pensando que algo así, algo que ocurre sin palabras, produciría en él una mínima y anónima alegría. Como me había ocurrido a mí.
Saliendo de aquel café, Providencia no me parecía ya un barrio tan feo, y fue cuando reflexioné un poco acerca del agradecimiento, y de por qué hay muchos – gracias- que quedan sin decirse. Por vergüenza, por orgullo, por hermetismo, por estupidez... Y fue justo entonces cuando se me ocurrió este libro/proyecto. Un día gris que se arregló con un simple gesto merecía un agradecimiento. Hay muchas formas de sentirse agradecido y demostrarlo, pero nada tan simple como dar las gracias. Pensé en la expresión "mil gracias" que acababa de escuchar y por qué la utilizaba la gente. Y luego pensé si yo tendría literalmente mil gracias que dar. Una por una. Veámoslo.
Comentarios